En aquella mañana de junio el sol iluminaba a la par que calentaba las calles de Madrid. Tiré de mi maleta hasta el metro, los veintipico kilos parecían multiplicarse a medida que iba bajando escalones.
Esperé dos minutos, tiempo suficiente para darme cuenta de que el hombre que tenía al lado intentaba adivinar que ponía en mi camiseta o quizás eso quise pensar yo inocentemente. Llegó el metro y me subí. Era notable que tenía sueño, me quedé hipnotizada mirando mi maleta, grande, granate, con ciertos destrozos remendados, inconfundible; aún así decidí añadirle otro toque personal y distintivo, me saqué del bolsillo la pegatina que me había tocado en un paquetito de galletas que me había comido antes, los muñecos que salían en ella eran tan horribles que me sentí como si estuviera instalándole un sistema antirrobo.
Tras un buen rato de metro, otro de cercanías y un poquito menos de autobús, llegué al aeropuerto. Mi vuelo aparecía en pantalla y me puse a la cola para facturar. Mientras mi madre se aseguraba de recordarme todos aquellos dictámenes que deben cumplir las hijas buenas cuando están fuera de casa, yo me entretenía imaginando cómo sería la familia en la que iba a caer: ¿tendrán muchos hijos?¿cocinarán bien?¿serán limpios? y lo que para mí era realmente importante: ¿me dejarán hacer lo que me dé la gana?
Estaba contenta, iba a pasarme cuatro semanas en otro lugar, con otra familia, con otras costumbres, en otro país. Con un adiós papá-adiós mamá dejaba atrás por un mes mi rutinaria y poco excitante vida española.
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